martes, 3 de septiembre de 2013

Las dificultades de los inicios

Los primeros tiempos fueron muy duros en todos los sentidos y fue necesario toda su fuerza y coraje para seguir hacia adelante.

En 1865 había empezado en Tremp con cinco niños acogidos en unos entresuelos, en los que era necesario quitar las camas durante el día cuando se hacía las clases; y por la tarde se cambiaban los bancos cuando se tenía que dormir. Al año siguiente todo había mejorado, según su punto de vista positivo:

"Ya tenemos un tanto arregladas nuestras cosas —escribía a Caixal—. Los estudiantes son catorce; los internos, ocho. Pocos son, mas todos los inicios son dificultosos. Lo que nos falta es local, pues algunas cosas no podemos hacerlas cual conviene".

Cuando en 1868 llegó la revolución, el colegio que, aunque estaba en sus inicios, había ido creciendo en número de alumnos, no cerró. Recibió, no obstante, fuertes presiones e imposiciones desorbitadas. Resistió hasta que pudo y, en 1875, tuvo que cerrar durante dos años.

Mientras tanto maduró la decisión que era urgente "bajar" a Barcelona para ampliar su obra en una gran ciudad y ponerse al servicio de los ambientes más pobres: "Siento una misteriosa fuerza en mí que de mucho tiempo me llama a Barcelona".

En mayo de 1872 llegó a Barcelona con tres religiosos. Se hicieron cargo de una escuela de la parroquia de San Francisco de Paula, patrocinada por la "Junta de Señoras" fundada por Doña Dorotea de Chopitea, una benefactora de la ciudad que había fundado las "Salas de asilo" en las que eran admitidos niños de ambos sexos, de cuatro a seis años, pertenecientes a las familias pobres de la clase obrera, y cuyos padres no podían ocuparse de ellos a causa del trabajo.

En los años sucesivos continuaron ocupándose de las escuelas de la Junta Diocesana en otras parroquias y viviendo en casas de alquiler. Él tuvo que viajar a menudo entre Barcelona y Tremp para cubrir las necesidades y resolver las dificultades que se presentaban.

Discerniendo la voluntad de Dios

La desilusión más grande en los inicios, no derivaba tanto de las dificultades económicas o del poco éxito de su obra, sino del esfuerzo de implicar a otros en aquella empresa que para él era la "perla preciosa" por la cual lo había abandonado todo.

En un tiempo en el que el sacerdote se bastaba a sí mismo, él, sin embargo, estaba convencido que "aunque uno pueda trabajar y se mate de esfuerzo y cansancio, solo no puede conseguirlo". Buscó de todos los modos de implicar a sus amigos de la diócesis. Envió, corriendo con los gastos, jóvenes a estudiar para llegar a ser sacerdotes y conseguir el título necesario para ejercer la enseñanza: maestro nacional. De modo que después pudieran ser buenos educadores en sus colegios.

Su pena derivaba del hecho que muy pocos se habían entusiasmado y le seguían. La mayoría, visto el compromiso, no tardaron en abandonarlo. Se encontró casi solo y, en una carta, confió todas sus dudas y amarguras a su amigo Caixal:

"... Me viene a la imaginación que no habrá sido más que un acto de orgullo y vanidad mía, y que, aunque no fuera eso, mis pecados y mis faltas serían suficientes para estorbarlo; que por qué he de meterme yo en estas cosas, cuando podría hacer más fruto confesando, predicando y haciendo otras funciones..."

Caixal lo animó y aprovechó la ocasión para recomendarle que estuviera atento a la salud: "Mire, hijo mío, y le digo la verdad: todo lo que pasa son para mí pruebas de que Dios quiere hacer su obra y que la hará si usted no desmaya. Me dicen que usted se mata predicando, confesando, etcétera, y que trabaja demasiado. Por eso le aconsejo que modere su celo un poco más, pues perderá pronto la salud si continúa en este tren de vida durante más tiempo".

El obispo había ya superado el disgusto que Manyanet le había ocasionado al elegir dejar su palacio, y apoyaba su obra. En una carta de 1868 escribía: "La obra de Manyanet se va formando en mi diócesis y bajo mi protección".

José se arremangó y continuó. Él, que era un hombre activo y generoso, no soportará nunca la pereza y la indecisión. Dejará escrito:

"No bastan los buenos deseos y la euforia inicial, es necesario una decisión eficaz y continua. Algunos, sin embargo, son inconstantes y tras haber emprendido su camino espontáneamente y con alegría, se cansan en seguida y se conforman con vivir una vida mediocre y sin entusiasmo en manos de la pereza. Se contentan con lo poco que hacen, considerando siempre que es demasiado y se sienten siempre apesadumbrados de vivir. Tal indolencia les lleva a tener poca autoestima y cuidado de sí: es como una grave enfermedad que poco a poco lleva a la muerte. En este camino no ir hacia adelante, quiere decir volver hacia atrás. Quien no hace fructificar los dones de Dios se hace siempre más pobre y amargado. No llegará nunca a disfrutar plenamente el don de la vida. No saboreará nunca la dulzura y las consolaciones de quien es generoso y atento. Quien es perezoso y descontento de todo no es capaz de reconocer la importancia de su llamada y para él todo pierde significado y se abandona en su vida. Dios no quiere nuestro amor porque tenga necesidad de nosotros (Él es inmensamente feliz y beato en sí mismo y no tiene necesidad de nadie), pero quiere hacernos semejantes a Él y quiere que seamos generosos con todos como lo es Él con todas las criaturas.

Cada uno debe sentirse un privilegiado por el amor y la elección personal que Dios ha hecho de él," (de la Escuela de Nazaret).

Fuente: Josep Manyanet, desde Nazaret, un profeta para la familia, por Sergio Cimignoli, S.F.

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