martes, 3 de septiembre de 2013

Coraje y buen humor en el sufrimiento, por Sergio Cimignoli, S.F.

José Manyanet tenía buen aspecto y no aparentaba su edad; su rostro era sano y sonriente. Conservaba un secreto que nadie conocía: tenía cinco llagas abiertas en el costado. Cuando todavía era un joven sacerdote, al servicio del obispo de Urgell, sufrió un fuerte golpe en la parte derecha del costado, del cual no habló nunca a nadie.

Fue descubierto, tras 18 años, por el hermano José Vilanova que, lavando su ropa interior, se dio cuenta de que tenía llagas que supuraban continuamente. Por los testimonios se ha llegado a saber que se trataba de un proceso de osteitis costo-esternal con fistulación, o bien, un empiema o supuración de la pleura.

En 1885, con cincuenta dos años, enfermó: "Luego vino la terrible enfermedad; caí en la cama el 4 de marzo... Empecé a sentirme algo aliviado a mitad de diciembre. Se me hicieron tres operaciones quirúrgicas, cortando tres costillas, parte del esternón y trozo de los cartílagos".

Las operaciones fueron dolorosísimas y no dieron los resultados esperados. De hecho, cinco llagas no se cerraron más. El las llamaba las "misericordias del Señor".

En esta circunstancia, demostró una gran fortaleza y una capacidad muy alta de soportar el dolor. Emergió su ironía para desdramatizar las situaciones. Todas las operaciones se realizaron sin ningún tipo de anestesia. Su hermano le asistía y sostenía una lámpara para iluminar. Cuando se dio cuenta de que, por la impresión, se estaba poniendo pálido, le dijo: "¡Vete de aquí!", y le tomó la palmatoria y él mismo la sostuvo. A los médicos que estaban demasiado cansados les dijo: "Descansad un rato y tomad una copita".

Desde entonces, su salud permaneció muy frágil, aunque parecía lo contrario. "Yo iba tirando, aunque a veces arrastrando, haciéndome traición el buen parecer".

El dolor le atormentaba también por una artrosis reumatoide crónica. Ya a los 31 años, escribía: "También me está royendo el dolor que se me ha fijado fuertemente en las piernas, sin dejarme casi andar, pareciendo un viejo".

Con el paso de los años se agravó hasta el punto de que le impedía escribir: "A este punto casi he renunciado a la satisfacción de escribir de mi puño y letra, no pudiendo estar ni sentado, ni de pie, ni recostado". Había días en los que decía: "La pluma me cae de las manos". Y su reacción era: "La crucecita de cada día no puede faltar. ¡Alabado sea Dios!"

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